Wednesday, August 27, 2008

Hollywood

El Rigoleto una vez más, el insomnio hacia mella y era menester recordar aquellos días en los cuales todo se podía ver con claridad. Arrullar los recuerdos desde esa silla era lo único que le quedaba.

Hacía años que había tenido que dejar los escenarios. Tras unos pasos mal calculado, tropezó. El director de la Compañía decidió que la veterana estrella debía retirarse. Su corazón le había fallado. Hacia tiempo que la exacta combinación de la melodía de la orquesta y el ritmo de su yugular le indicaban el lugar exacto en el cual parase, el gesto preciso que debía hacer y la dirección en la cual debía dirigir sus ademanes. Sin embrago esa tarde el pulso se le aceleraba taquicárdicamente. Ella finalmente se había ido. Lo había abandonado en su penumbra.

Se conocieron en Viena en su juventud. La gran estrella de aquel perdido país tropical había logrado trascender su condición provinciana para presentarse en los mejores teatros del mundo. Ahí había conocido a esa joven cantante. Se había enamorado, la había deseado desde el primer momento. Sus abundantes carnes, sus caderas y senos, su pelo dorado, su bella voz. Una hermosa valquiria que merecía la pasión y fuego del sueño tropical.

Fue en una gira por su tierra natal que ella decidió cubrirse la muñeca con esas baratijas que fabricaban los indios. No entendía como alguien tan civilizada podía colgarse esos primitivos adornos, grilletes de la superstición. Sin duda había cambiado desde esa primera visión tan transparente. Ahora parecía más Janis Joplin tras una temporada en rehabilitación, que la Callas en su momento de gloria. Por fortuna no podía cantar en inglés sin ese espeso acento, lo que le permitía recordar que no era ninguna vulgar americana.

Todo eso se perdió, poco a poco. Primero ella su figura, luego él extravió el sueño y la vista, y asi poco a poco todo cambio. Una gran desgracia los había embargado. A pesar de su disgusto por el american way of life, habían emigrado a California. Sus amigos en Hollywood les había hecho sentir que los fríos inviernos austriacos eran innecesarios. Compraron una casa con todo y alberca y migraron a Los Angeles.

Nunca debió confiar en el joven mexicano que limpiaba la piscina. Tan parecidos y tan distintos. Aún miembro de la servidumbre pero si ninguna docilidad. Al principio le pareció curioso que la compañía que limpiaba la piscina llevara un nombre tan latino, le recordaba una canción, luego comprendió que el joven moreno era su propio jefe. Fue después cuando escucho a las mucamas platicar sobre los tatuajes del joven. Se descubría el torso mientras trabajaba en el jardín. Obviamente su mujer también lo había notado.

El Rigoleto sonaba una vez más . . .

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